Joseph Fouché fue, inicialmente, un anodino seminarista pero nunca se comprometió por completo con la Iglesia. Cuando estalló la revolución francesa, se convirtió en revolucionario, y persiguió con crueldad a los sacerdotes.

Traicionando su espíritu moderado, votó por la muerte de Luis XVI, y traicionando la vieja amistad que tenía con Robespierre, conspiró contra este, mandándolo a la guillotina.

En 1,799, convenció al directorio que gobernaba Francia, sobre la necesidad de tener información sobre lo que hacían líderes radicales y lo que pensaba el pueblo. Para esto, se hizo nombrar Ministro de Policía.

Es esta condición, la que le hizo detectar antes que nadie, que un general joven, impetuoso y temerario: Napoleón Bonaparte, tendría en sus manos el futuro de Francia.

Ocultó deliberadamente al directorio, lo que sabía del golpe de Estado que Napoleón dio en noviembre de 1,799. Por este hecho, continuó como Ministro de Policía del “Gran Corso”. A partir de allí, Napoleón confió tanto en Fouché, que dio por verdaderas, todas las informaciones que este le daba. Al punto de alentar la descabellada guerra que, contra España, inició Bonaparte. Guerra que a la postre lo debilitó, al punto de precipitar su caída ante los aliados en 1,814.

Napoleón perdió el sentido de proporción. Fouché, lo alentó con informaciones falsas. Desconectado del pueblo que antes lo vitoreaba, tomó decisiones que lo llevaron al desastre.

Y como dice Stefan Zweig, en su obra “Fouché el genio tenebroso”, nadie tuvo más influencia sobre el emperador que Fouché y nadie le mintió tanto como él.

Es que, para gobernar, nada es más dañino que escuchar lo que el gobernante desea.